¡Hola Programas!
Hubo una época en que no existían móviles, ni internet ni estábamos localizables en cualquier momento. Hubo una época en que vivíamos en la calle y no pasaba nada… Bueno, sí que pasaría, pero de otro modo.
Hubo una época en la que jugábamos en la calle.
Recuerdo que cuando salíamos de clase y, después de llegar a casa, nos “bajábamos a la calle”. Nuestras madres (en mi caso y el de mis amigos era así, nuestro padre estaba trabajando) nos hacían la merienda (un día hablaremos de ellas) y hala, a correr a la calle.
Teníamos muy claros cuales eran los límites geográficos de movimiento (la manzana, la plaza, la calle, el parque, etc.).
No quedábamos con nadie en particular porque sabíamos que todos estarían en el mismo sitio de siempre. Un día éramos más, otros eras menos pero siempre estaba la pandilla de conocidos del barrio.
Nos juntábamos a merendar, intercambiábamos merienda (y no pasaba nada) y si un día no te gustaba lo que te había hecho tu madre, no se te ocurriera tirarla a la basura o dársela a alguien. Por algún tipo de hechizo desconocido, ancestral y enigmático, tú madre siempre adivinaba qué había pasado y te podía caer una gorda. Terminada la merienda nos poníamos a jugar. Uno de los mayoritarios era el “fútbol”. Un fútbol especial, casi sin reglas más allá de delimitar las porterías y lo que era fuera de banda que, si era una plaza podían ser los límites de esta, pero si era un trozo de parque podría ser cualquier cosa menos algo parecido a un rectángulo.
Luego estaba la cantidad de niños jugando y no me refiero a nuestra pandilla, sino a todo el que jugaba en el parque, o plaza o espacio urbano cualquiera.
Fácilmente nos podríamos juntar varios grupos de niños que jugaban diferentes “partidos” a la vez en un espacio reducido. Y en ese caso, ¡Ay pobre del que le tocara de portero! (porque esto no se escogía, te tocaba).
Aquí te podían pasar varias cosas. Siendo portero, se podría dar el caso de que te llegaran varios balones al mismo tiempo y entonces cerrabas los ojos y tratabas de coger uno, “a boleo”.
Si cogías tú balón, te convertías el rey de la pista. Pero si no… Ay, si no. Si cogías un balón de otro partido estabas vendido y ya podías correr. Primero, los del otro partido iban a por ti porque les habías fastidiado la jugada y posiblemente una colleja te llevabas. Segundo, los de tu partido y, en particular, los de tú equipo iban a por ti porque no habías parado el balón y te habían marcado gol, por lo que te llevabas otra colleja. Yo era malísimo.
Pero no todo era balones al aire (dejaré de llamarlo fútbol). También teníamos los juegos con accesorios que iban por modas. Desconozco cómo se organizaban estas modas a lo largo del año, si era una conspiración o algo divino, pero era así.
Teníamos la época de la peonza (en mi tierra se llamaba el trompo). Aparecían de repente en las tiendas y hala, todos a comprar el trompo. Consistía en hacer un círculo y hacer bailar la peonza en medio sin que se saliera. Si se salía, se ponía al centro y se podía tirar a romperla. Yo era malísimo.
Luego estaba el yo-yo. Aquí había verdaderos maestros (que no sé en qué momento aprendían porque como he dicho esto iba por modas). Creo recordar que había uno que se llamaba “tres estrellas” y, si tenías uno eras el amo del barrio. Recuerdo que hay quien hacia figuras de todo tipo. Yo recuerdo el perrito, que era arrastrar el yo-yo por el suelo y recogerlo; el columpio, que consistía en hacer un triángulo y que el yo-yo bailara en el centro. Yo era malísimo.
También estaba “La lima”, que consistía en hacer una especie de rayuela en el suelo y, con un destornillador, una lima o algo punzante (nada peligroso, como podéis ver), se trataba de hacer el recorrido de la rayuela antes que otro. Yo era malísimo.
Las canicas. Otro clasicazo. Llegas un día con tu peonza y sin saber porque, resulta que ahora lo que estaba de moda eran las canicas. Tooooodooo el mundo con canicas. Niños y niñas con bolsas y bolsas llenas de canicas. El juego se llamaba “El Guá”: Guá-Chiva-pie bueno-Tute-Guá, y esto lo jugaba unos contra otros por turnos golpeando una canica con otra. Si alguien hacia toda la secuencia completa con tu canica, se la quedaba. Yo era malísimo.
Teníamos la comba o la cuerda. Creo que en cada sitio se llama diferente. Se trataba de que dos personas hacían girar la cuerda y el resto del grupo tenía que saltar en la cuerda sin que se enrollaran los pies mientras se canta una canción (al pasar la barca, el cocherito leré…) y pasar al otro lado de la cuerda y esperar a que el resto del grupo pasara. Si se te enrollaba la cuerda, pasabas a voltearla y no podías saltar más. Yo era malísimo.
Los cromos de picar. Esto eran unos pequeños cromos cuadrados con dibujos de todo tipo: La serie de dibujos del momento, animales, profesiones, etc. La gracia del juego consistía en poner unos cuantos en el centro del grupo (no recuerdo si era uno por persona o se negociaba en cada jugada) y golpearlos con el objetivo de darles la vuelta. Todos los cromos que se daban la vuelta se los quedaba el que había golpeado. Yo era malísimo.
Por último, un juego con el que muchas veces uno acababa en el médico o en el dispensario más cercano. Nosotros le llamábamos “El churro”.
El juego, tiro de memoria, consistía en dividir en dos equipos. Uno de ellos “paraba” y se ponía con un componente de pie y el resto del equipo agachado, con la cabeza entre las piernas en forma de potro. El otro equipo debía saltar para quedar lo más cerca posible del que estaba de pie. Esto era sencillo si lo equipos eran pequeños, pero cuando ya había 4 personas la cosa se complicaba. Como decía, debía saltar y quedar como “montado a caballo” donde callera. Y así todo el equipo hasta que habían saltado todos. Si durante este proceso no se habían caído todos al suelo, el primero que estaba montado debía decir: “churro media manga mangotero, adivina lo que tengo en el puchero” y haciendo una señal con la mano (churro), muñeca (manga), codo (media manga) u hombro (mangotero), el otro equipo debía adivinarlo. Si se adivinaba, se cambiaban las tornas. Si no, se volvía a empezar, si nadie se había roto la espalada ni cosas así. Yo era malísimo.
Total, que tooooodo esto, y muchas más cosas, era las que hacíamos en la calle en los 80 y sobrevivimos, con más o menos cicatrices, pero que nos hacían niños felices y despreocupados y, sobretodo, vivos.
Daniel Constantí Sánchez